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Peter F. DruckerExtraído de “Al pie de la letra” de Peter F. Drucker,  año 1999.

James Harrington (1611-1677), el padre de la filosofía política inglesa, de cuyas ideas se nutrieron  John Locke, David Hume y Edmund Burke, entre otros, sostuvo en su libro Oceanía que «el poder está determinado por la propiedad». Argumentaba que el desplazamiento de la propiedad de los nobles hacia los terratenientes explicaba la revolución inglesa de 1640, el derrocamiento del gobierno absolutista y su reemplazo por el parlamentario de los nuevos dueños de la propiedad: la burguesía local.

Durante los últimos 50 años, la demografía produjo un cambio en la propiedad en todos los países desarrollados, y hoy estamos empezando a ver los cambios resultantes en el poder. Fueron dos los acontecimientos –el surgimiento de una clase media de buena posición económica (aunque no rica), integrada por los trabajadores no manuales, y la extensión de la expectativa de vida– que produjeron el desarrollo de ciertas instituciones, como los fondos previsionales y los fondos comunes de inversión. Y son los nuevos «dueños» legales de la propiedad clave en la sociedad desarrollada y moderna; es decir, de las empresas que cotizan en Bolsa.

Las instituciones que representan a los futuros jubilados ahora poseen, por lo menos, el 40 por ciento de todas las empresas norteamericanas que cotizan en Bolsa, y probablemente más del 60 por ciento de las más grandes. Lo mismo ocurre en el resto de los países desarrollados, como Gran Bretaña Alemania, Francia y Japón. Junto con este cambio en la propiedad, estamos observando un cambio en el poder.

Esa cuestión, que subyace al debate actual sobre el manejo de las empresas, básicamente discute un punto: en beneficio de quiénes deben administrarse. Y también es el trasfondo del drástico cambio hacia el predominio del «interés del accionista».

Hasta ahora, en ningún país había predominado la teoría de que la dirección de una empresa, y especialmente de una grande, debía apuntar exclusivamente –o esencialmente– a satisfacer el interés de los accionistas. En los Estados Unidos, desde fines de la década de los ’20, la idea preponderante sostenía que la empresa debía administrarse en pos de un equilibrio de intereses de los clientes, empleados y accionistas, entre otros; lo cual, de hecho, significó no rendir cuentas a nadie. Gran Bretaña siguió, más o menos, el mismo rumbo. En Japón, Alemania y la península escandinava, las grandes empresas se consideraron, y aún se las considera, instituciones que tienen por fin crear y mantener la armonía social; lo que en realidad significa que deben actuar en beneficio de los trabajadores manuales.

Hoy, estas ópticas tradicionales son obsoletas. Pero el emergente teorema norteamericano, según el cual las empresas deben apuntar exclusivamente al interés de corto plazo de los accionistas, tampoco se sostiene, y tendrá que ser revisado.

La futura seguridad económica de más y más personas –es decir, de quienes pueden esperar muchos años de vida– depende crecientemente de sus inversiones económicas; en otras palabras, de su ingreso como propietarios. Por lo tanto, el énfasis en la performance –o lo que más beneficia a los accionistas– no desaparecerá. Las ganancias inmediatas, ya sea en utilidades o en el precio de las acciones, no son, sin embargo, lo que ellos necesitan. Lo que necesitan son retornos de aquí a 20 o 30 años. Pero, al mismo tiempo, las empresas tendrán que satisfacer, cada vez más, los intereses de sus trabajadores del conocimiento; o, por lo menos, darles la suficiente prioridad como para poder atraerlos y retenerlos, y lograr que sean productivos.

En consecuencia, el debate sobre el manejo empresario es sólo la primera escaramuza. Tendremos que aprender nuevas definiciones de performance para cada compañía y, en especial, para las que cotizan en Bolsa. Tendremos que aprender a equilibrar los resultados de corto plazo con la prosperidad y supervivencia en el largo plazo. Aun en términos estrictamente financieros, nos enfrentamos a algo totalmente nuevo: la necesidad de que una empresa perdure 30 o 40 años; es decir, hasta que sus inversores lleguen a la edad de jubilarse.

Es una meta formidable y, hasta el momento, bastante utópica. El promedio de vida de una compañía, por lo menos como organización exitosa, hasta el momento no superó los 30 años. Por lo tanto, tendremos que aprender a desarrollar nuevos conceptos de lo que significa performance en una compañía. Y, entre otras cosas, nuevas formas de medirla. Pero, paralelamente, habrá que darle un sentido no financiero, a fin de que sea significativa para los trabajadores del conocimiento, y que genere su compromiso.

Y la estrategia, cada vez más, tendrá que basarse en nuevas definiciones de performance.

Al pie de la letra

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