Al pie de la letra , Peter F. Drucker

Autor : Peter F. Drucker – 1999

Libro : Management Challenges for 21st Century

Al pie de la letra

En un período como el que se avecina, de transformaciones de toda índole, la estrategia de una organización debe considerar cinco nuevas realidades.

– La caída de la tasa de natalidad en el mundo desarrollado.

– Cambios en la distribución del ingreso disponible.

– Una redefinición de «performance», que implica equilibrar los resultados de corto plazo con la prosperidad en el largo plazo.

– La competitividad global impone la obligación de alcanzar niveles de productividad fijados por los líderes mundiales.

– La necesidad de operar en una economía globalizada y una política fragmentada.

Peter Drucker es el especialista en management más influyente de la actualidad. Entre sus más de 28 obras se cuentan The Practice of Management (1954), Managing for the Future (1992), y Managing in a Time of Great Change (1995). La siguiente es una versión abreviada del segundo capítulo de Management Challenges for the 21st Century. Reproducido con permiso del autor, © Peter F. Drucker, 1999.

Toda organización opera a partir de un conjunto de hipótesis, entre las que se cuentan cuál es el negocio, qué objetivos persigue, cómo se definen los resultados, qué valoran los clientes y cuánto están dispuestos a pagar. La estrategia lleva esta teoría del negocio a la práctica, y su propósito es que una organización alcance los resultados deseados en un ambiente impredecible. En otras palabras, le permite ser intencionalmente oportunista.

En realidad, sólo podemos decidir qué es una «oportunidad» si existe una estrategia. De lo contrario, es imposible saber si la empresa avanza de manera genuina hacia los resultados deseados, o si hay desviación y fragmentación de los recursos.

Pero, ¿en qué puede basarse la estrategia en un período de cambios rápidos y total incertidumbre como el que está enfrentando el mundo en los umbrales del siglo XXI? ¿Hay algunas premisas que actúen como basamento de las estrategias de una empresa? ¿Hay algunas certezas? En realidad, por lo menos cinco fenómenos pueden considerarse certezas. Pero no son, en esencia, económicos, sino sociales y políticos, y no están contemplados en las estrategias empresarias actuales.

Esas cinco realidades son: la abrupta caída de la tasa de natalidad en el mundo desarrollado; cambios en la distribución del ingreso disponible; una nueva definición de «performance»; la competitividad global; a creciente incongruencia entre globalización económica y fragmentación política.

La caída de la tasa de natalidad

Es el fenómeno más significativo, sobre todo si se tiene en cuenta que carece de precedente. En Europa occidental y en Japón, la tasa de natalidad está por debajo de los valores necesarios para asegurar la reproducción de la población: menos de 2,1 nacimientos por mujer en edad fértil. En algunas de las regiones más ricas de Italia, la tasa de natalidad de 1999 habrá caído a 0,8, en Japón a 1,3. En realidad, Japón y todo el sur de Europa están avanzando hacia el «suicidio» nacional colectivo. Cuando termine el siglo XXI, la población de Italia, que hoy es de 60 millones de habitantes, será de unos 22 millones. Japón, que actualmente tiene 125 millones de habitantes, para ese entonces sólo tendrá 50 o 55 millones.

El mismo fenómeno se advierte en los Estados Unidos, cuya tasa de nacimientos está por debajo de 2, y la tendencia indica que seguirá cayendo firmemente.

Pero más importante que las cifras absolutas es la distribución de la población según su edad. De los 20 millones de habitantes que tendrá Italia en el 2080, sólo un número reducido estará por debajo de los 15 años, mientras que un tercio tendrá más de 60. En Japón, la desproporción entre gente joven y personas que superan la edad tradicional para jubilarse será igual, o mayor.

Durante por lo menos 200 años, todas las instituciones del mundo moderno, y especialmente las empresas, dieron por sentado un firme crecimiento demográfico. De ahora en adelante, la estrategia de las instituciones tendrá que basarse en una premisa totalmente diferente: la de la reducción de la población y, fundamentalmente, de la joven. El envejecimiento de la población no es un fenómeno nuevo. En el mundo desarrollado, las expectativas de vida vienen en aumento desde antes del siglo XIX. Sin embargo, en los últimos 50 años no han crecido a una velocidad mayor que la de los 150 anteriores. Sabemos qué hacer para resolver este problema, pero la solución será dolorosa, y terriblemente impopular. En el curso de las próximas décadas, las personas sólo podrán jubilarse después de los 79 años.

Nada particularmente nuevo se advierte en la demografía del Tercer Mundo. El aumento de su población es similar al experimentado por los países desarrollados 100 años atrás. Y como la tasa de crecimiento está en franca desaceleración, podría predecirse que, con la única excepción de la India, se estabilizará antes de que llegue a un punto crítico.

Lo que no tiene precedente, repito, es la abrupta caída de la tasa de natalidad en el mundo desarrollado. Y algunas de sus consecuencias serán:

1. Durante los próximos 20 o 30 años, la demografía dominará la política de esos países. Y esas políticas, inevitablemente, generarán gran turbulencia. Porque ningún país está preparado para enfrentar la cuestión. ¿Es de derecha o de izquierda postergar la edad de la jubilación? Alentar a la gente mayor a que siga trabajando después de los 60 años mediante la eximición de impuestos sobre una parte o el total de sus ingresos, ¿es una política progresista o reaccionaria, liberal o conservadora?

Igualmente perturbadora –o quizá más– será la cuestión política inmigratoria. La caída de la población en los países desarrollados se da en forma paralela al crecimiento demográfico en la mayoría de los países del Tercer Mundo. Por lo tanto, impedir la presión inmigratoria es algo así como tratar de contrariar la ley de gravedad. A pesar de ello, no existe tema más espinoso que la inmigración a gran escala, especialmente de países con culturas y religiones diferentes.

2. Es probable, entonces, que durante los próximos 20 a 30 años, ningún país desarrollado tenga una política estable ni un gobierno sólido. La inestabilidad política será la norma.

3. La palabra «jubilación» tendrá dos significados distintos. Es probable que la tendencia a «jubilarse a edad temprana» continúe, pero ya no querrá decir que alguien deje de trabajar. Es probable que no lo haga full-time, o que se emplee en una empresa sólo algunos meses del año. Las relaciones laborales, tradicionalmente rígidas y uniformes, serán cada vez más heterogéneas y flexibles, por lo menos para la gente mayor. Ese cambio comenzará en los Estados Unidos alrededor del año 2010, cuando los integrantes del «baby boom» –los nacidos a partir de 1948– lleguen a la edad tradicional para jubilarse. Esa generación se dedicó mayoritariamente al trabajo intelectual, y sus miembros están en óptimas condiciones, tanto físicas como mentales.

Por lo tanto, las organizaciones que proveen empleo –y con ello no me refiero sólo a las empresas– deberían empezar a experimentar nuevas relaciones laborales con la población de edad avanzada, y especialmente con los trabajadores del conocimiento. La primera en conquistar y retener a este tipo de empleados, y que los convierta en individuos plenamente productivos, tendrá una enorme ventaja competitiva.

4. La productividad de los trabajadores –y, en especial, de los que realizan tareas intelectuales– tendrá que aumentar rápidamente. De lo contrario, tanto los países como las organizaciones que los integran, perderán posicionamiento y se empobrecerán.

Pero, ¿cuáles son las consecuencias para las empresas de un país desarrollado? La primera cuestión es si el crecimiento continuo en el número de gente de edad avanzada seguirá brindando oportunidades de mercado, y por cuánto tiempo. En ese tipo de países, las personas mayores se convirtieron en el grupo más próspero de la sociedad; y sus ingresos, una vez que abandonaron la actividad, son sustancialmente superiores a los que tenían antes de jubilarse. Pero, ¿sus ingresos seguirán siendo altos, o tenderán a bajar? ¿Durante cuánto tiempo gastarán con la misma libertad que ahora? Las respuestas a estos interrogantes delinearán, en gran medida, el mercado de consumo de los países desarrollados y, con ello, la economía en su conjunto.

Por otro lado, ¿qué significa la creciente disminución de gente joven –y especialmente de personas de menos de 18 años– para la economía y para las empresas? ¿Es sólo una amenaza? ¿O también puede ser una oportunidad para determinada institución? Sin ir más lejos, el hecho de que haya menos chicos podría ser visto como una enorme oportunidad para mejorar la educación. Hasta ahora, sólo Japón ha comprendido el papel crucial que juega la educación de los niños en el alto desempeño de un país; y que, por lo tanto, la maestra de escuela primaria es el componente clave del sistema educativo, razón por la cual debe ser tratada, respetada y remunerada como tal.

Incluso para una empresa que fabrica productos destinados a los chicos, la caída de la tasa de natalidad puede representar una oportunidad. Es posible imaginar, por ejemplo, que los matrimonios con menos hijos gastarán en ellos un porcentaje mayor del ingreso disponible. Un fenómeno que ya se advierte en China, donde el gobierno sólo admite un hijo por familia. Y hay señales similares en Alemania, Italia y los Estados Unidos. La comprensión y explotación de esta realidad es la base del tremendo éxito de empresas como The Matter Company, con sus costosas muñecas Barbie.

En resumen, la caída de la tasa de natalidad tiene tremendas consecuencias políticas y sociales. Y también hará impacto en la economía y las empresas. Por lo tanto, cualquier estrategia –es decir, cualquier compromiso de los recursos actuales, sujetos a lo que puede ocurrir en el futuro– tiene que considerar los cambios demográficos que provocará.

La distribución del ingreso disponible

En las primeras décadas del siglo XXI, las modificaciones en la proporción del ingreso disponible podrían ser tan drásticos como los demográficos. Y, en general, se les presta menos atención.

Las empresas e industrias se han vuelto muy conscientes de su posición en el mercado. Todas tienen información sobre sus ventas, y saben si suben o bajan. Sin embargo, prácticamente ninguna está al tanto de la cifra verdaderamente importante: la proporción del ingreso disponible de sus clientes –ya sean otras empresas o consumidores finales– que se gasta en los bienes o servicios que producen y venden. Y casi ninguna sabe si esa cifra aumenta o disminuye.

Las proporciones del ingreso disponible son la base de la información económica. De toda la información externa que necesita una empresa, es una de las más fáciles de obtener. Y también es, usualmente, el cimiento más confiable de la estrategia. Porque, como una regla, las tendencias en la distribución del ingreso disponible que se destina a una categoría determinada de productos o de servicios, una vez arraigadas se mantienen durante largo tiempo. De hecho, hasta suelen ser impermeables a los ciclos de negocios. Pero, por esa razón, hay pocos cambios más críticos para una empresa que uno en la tendencia. Igualmente importante es una modificación dentro de la tendencia; es decir, el cambio de un producto o servicio de una categoría, a otro producto o servicio de la misma categoría. Sin embargo, ni los ejecutivos ni los economistas prestan la debida atención a la distribución de las proporciones del ingreso disponible. En realidad, la mayoría la ignora. Casi todos creen, por ejemplo, que la gran expansión económica del siglo XX fue impulsada por fuerzas económicas. Pero no fue así; por el contrario, en todos los países desarrollados, la proporción del ingreso disponible asignada a la satisfacción económica ha caído de manera constante.

Los cuatro sectores de crecimiento de este siglo fueron: el gobierno, el cuidado de la salud, la educación y el tiempo libre. Y este último sector, probablemente, dio cuenta de tanta expansión de la productividad económica como los otros tres juntos.

De estos cuatro sectores de crecimiento, el gobierno es el que quizá tenga el mayor impacto en la distribución del ingreso disponible. No porque sea un importante comprador o usuario de productos y servicios, sino porque en un país desarrollado, la principal función económica del gobierno consiste en redistribuir entre el 30 y el 50 por ciento del ingreso nacional. Por lo tanto, nada tiene un impacto más significativo en la distribución de las proporciones del ingreso que los cambios en la política gubernamental.

Los otros tres –cuidado de la salud, educación y tiempo libre– son importantes usuarios de productos y servicios; es decir, de bienes materiales. Pero ninguno de ellos provee satisfacciones materiales; es decir, «económicas».

Y ninguno de los cuatro opera en el «mercado libre»; no se comportan según las reglas de la oferta y la demanda, no son particularmente sensibles al precio, ni encajan dentro del modelo de los economistas. En conjunto, sin embargo, constituyen más de la mitad de la economía desarrollada, incluso de la más «capitalista».

Las tendencias en estos cuatro sectores son, por ende, lo primero que la estrategia debe considerar. Y seguramente cambiarán significativamente en las próximas décadas.

Los gobiernos de todos los países desarrollados –a pesar de las privatizaciones– están adquiriendo herramientas nuevas y poderosas para influir en la distribución del ingreso disponible: nuevas regulaciones que controlan y orientan los recursos económicos hacia nuevas metas, como el medio ambiente, por ejemplo.

El mercado del tiempo libre, en cambio, alcanzó la madurez, y puede estar declinando. El gran aumento en la competencia por el tiempo de ocio de la gente hace caer los márgenes de ganancias, y cada vez hay menos diferenciación en los productos: ir al cine o mirar un video, sin ir más lejos.

De acuerdo con la certeza que proporcionan las estadísticas demográficas, tanto el cuidado de la salud como la educación deberían seguir siendo los principales sectores de crecimiento, pero ambos sufrirán cambios radicales.

¿Qué significan estos acontecimientos para la estrategia de una industria, una empresa o una institución cualquiera? Para dar una respuesta hay que definir, primero, lo que convierte a determinada industria en una en crecimiento, en una madura o en una en declinación. La primera es aquella en la cual la demanda por sus productos o servicios crece más rápido que el ingreso nacional y/o la población. En una industria madura, ambos factores crecen al mismo ritmo. Y una industria en declinación es aquella en la cual la demanda crece a menor ritmo que el ingreso nacional y/o la población, aun cuando su volumen absoluto de ventas siga creciendo. A escala mundial, por ejemplo, la industria de automóviles creció hasta la década de los ’70, pero declinó durante los últimos 30 o 40 años.

La manufactura, en el sentido tradicional del término –es decir, la producción de bienes materiales en fábricas–, ha sido una industria en declinación en todo el mundo. Pero la «producción», entendida como la aplicación de los conceptos de manufactura a bienes que no son materiales –especialmente la información de rutina–, muy probablemente se convierta en una industria de importante crecimiento.

Algunas industrias maduras o en declinación pueden dar un vuelco, y volver a ser sectores en crecimiento. Por lo tanto, pocas cosas son tan importantes para una estrategia como un cambio en la tendencia de la distribución del ingreso disponible que ese vuelco podría representar.

Pero, ¿cuáles son las actuales industrias en crecimiento y qué se puede aprender de ellas? La más próspera, y de más rápido crecimiento en los últimos 30 años, no fue la de la información, sino la de los servicios financieros. Y sobre todo los que apuntan a la gente adinerada y de edad media (40 a 50 años) de los países desarrollados, que busca inversiones que les prometan seguridad después de la jubilación. Los cambios demográficos son, en gran medida, el sustento de estos nuevos servicios financieros.

Las instituciones que comprenden esta realidad –fondos comunes de inversión, administradoras de fondos de pensión, por ejemplo– tendrán mucho éxito.

Sin embargo, la mayoría de los gigantes financieros parece no darse cuenta de que el significado de «servicios financieros» cambió. Sólo vieron que las «finanzas» se apoderan de una proporción cada vez mayor del ingreso disponible en los países desarrollados. Por lo tanto, expandieron rápidamente sus servicios «corporativos» tradicionales. Pero, en realidad, la proporción de esos servicios –grandes préstamos corporativos o las principales ofertas públicas de títulos corporativos– no está creciendo. En verdad, se está achicando rápidamente, porque es un mercado de grandes empresas. En los últimos 20 años, el sector que ha crecido en todos los países desarrollados, incluido Japón, ha sido el de las medianas empresas, que no son los típicos clientes de los servicios corporativos tradicionales. Como resultado de ello, el negocio corporativo legítimo de los gigantes financieros tradicionales fue cada vez menos rentable, motivo por el cual recurrieron a la especulación directa, como una manera de soportar sus abultados gastos generales.

Sin embargo, tal como enseña la historia de las finanzas (empezando con la Europa de los Médici en el siglo XV), esta situación sólo puede tener un resultado cierto: pérdidas catastróficas. Y estas pérdidas resultan de no saber interpretar la tendencia hacia los servicios financieros como sector de gran crecimiento. Una mala lectura que, en gran medida, disparó la crisis financiera en Asia a mediados de los ’90, y que ahora amenaza con comprometer a toda la economía mundial.

De cualquier modo, es probable que la tendencia actual –el crecimiento de las nuevas «finanzas minoristas» y de los nuevos inversores– continúe, a pesar de la crisis. O, por lo menos, que continúe hasta que las sociedades desarrolladas hayan adaptado sus sistemas de jubilación a las nuevas realidades demográficas.

He aquí otro ejemplo, y otra lección. Todos saben que lo que llamamos «información» –lo que con mayor precisión podríamos definir como «acceso al mundo»– ha sido una importante industria que creció con mayor rapidez que el ingreso nacional o la población, tanto en los países desarrollados como en los que están en vías de desarrollo, y aun en los subdesarrollados del Tercer Mundo. Y cuando oímos hablar de información, todos escuchamos las palabras «electrónica» o «computadora». Pero la cantidad de libros publicados y vendidos en todos los países desarrollados durante los últimos 30 o 40 años, creció a la misma velocidad que las ventas de los nuevos productos electrónicos. Es probable que las dos editoriales líderes en el mundo, la alemana Bertelsmann y la australiana Murdoch, no hayan crecido tanto como algunas de las empresas de electrónica, entre las que se cuentan Intel y Microsoft, en los Estados Unidos, y SAP en Alemania. Sin embargo, las editoriales crecieron más rápido que la industria de la información electrónica en su totalidad; y son más rentables. Y a pesar de que el mercado de libros de los Estados Unidos fue el de mayor y más rápido crecimiento, ninguna editorial norteamericana advirtió la oportunidad. En consecuencia, la mayoría de ellas está hoy en manos de organizaciones no estadounidenses, con Bertelsmann y Murdoch a la cabeza, que también dominan el mercado en el resto del mundo.

Una industria en crecimiento puede contar con que la demanda de sus productos o servicios crecerá más rápido que la economía o la población, razón por la cual quienes actúan en ellas tienen que manejarse de manera tal de «crear el futuro». Deben asumir el liderazgo en la innovación y estar dispuestos a tomar riesgos. Las empresas que operan en una industria madura, en cambio, necesitan una posición de liderazgo en unas pocas áreas cruciales y, muy especialmente, en aquellas en que pueden satisfacer la demanda a un costo inferior. Y deben tener como metas la flexibilidad y el cambio acelerado. Están obligadas a moverse de manera de satisfacer las necesidades a otra. Y para poder adaptarse rápidamente a esos cambios, tienen que manejarse a través de alianzas, asociaciones y joint ventures. Cuando la industria está en declinación, una compañía debe apuntar, por encima de todo, a la reducción firme y sistemática de los costos, y al mejoramiento de la calidad y el servicio, a fin de fortalecer su posición dentro de la industria, antes que para crecer en volumen. A las industrias que declinan les resulta cada vez más difícil establecer una diferenciación de productos, y éstos tienden a convertirse en «commodities», tal como está sucediendo con los autos.

La redefinición de performance

James Harrington (1611-1677), el padre de la filosofía política inglesa, de cuyas ideas se nutrieron John Locke, David Hume y Edmund Burke, entre otros, sostuvo en su libro Oceanía que «el poder está determinado por la propiedad». Argumentaba que el desplazamiento de la propiedad de los nobles hacia los terratenientes explicaba la revolución inglesa de 1640, el derrocamiento del gobierno absolutista y su reemplazo por el parlamentario de los nuevos dueños de la propiedad: la burguesía local.

Durante los últimos 50 años, la demografía produjo un cambio en la propiedad en todos los países desarrollados, y hoy estamos empezando a ver los cambios resultantes en el poder. Fueron dos los acontecimientos –el surgimiento de una clase media de buena posición económica (aunque no rica), integrada por los trabajadores no manuales, y la extensión de la expectativa de vida– que produjeron el desarrollo de ciertas instituciones, como los fondos previsionales y los fondos comunes de inversión. Y son los nuevos «dueños» legales de la propiedad clave en la sociedad desarrollada y moderna; es decir, de las empresas que cotizan en Bolsa.

Las instituciones que representan a los futuros jubilados ahora poseen, por lo menos, el 40 por ciento de todas las empresas norteamericanas que cotizan en Bolsa, y probablemente más del 60 por ciento de las más grandes. Lo mismo ocurre en el resto de los países desarrollados, como Gran Bretaña Alemania, Francia y Japón. Junto con este cambio en la propiedad, estamos observando un cambio en el poder.

Esa cuestión, que subyace al debate actual sobre el manejo de las empresas, básicamente discute un punto: en beneficio de quiénes deben administrarse. Y también es el trasfondo del drástico cambio hacia el predominio del «interés del accionista».

Hasta ahora, en ningún país había predominado la teoría de que la dirección de una empresa, y especialmente de una grande, debía apuntar exclusivamente –o esencialmente– a satisfacer el interés de los accionistas. En los Estados Unidos, desde fines de la década de los ’20, la idea preponderante sostenía que la empresa debía administrarse en pos de un equilibrio de intereses de los clientes, empleados y accionistas, entre otros; lo cual, de hecho, significó no rendir cuentas a nadie. Gran Bretaña siguió, más o menos, el mismo rumbo. En Japón, Alemania y la península escandinava, las grandes empresas se consideraron, y aún se las considera, instituciones que tienen por fin crear y mantener la armonía social; lo que en realidad significa que deben actuar en beneficio de los trabajadores manuales.

Hoy, estas ópticas tradicionales son obsoletas. Pero el emergente teorema norteamericano, según el cual las empresas deben apuntar exclusivamente al interés de corto plazo de los accionistas, tampoco se sostiene, y tendrá que ser revisado.

La futura seguridad económica de más y más personas –es decir, de quienes pueden esperar muchos años de vida– depende crecientemente de sus inversiones económicas; en otras palabras, de su ingreso como propietarios. Por lo tanto, el énfasis en la performance –o lo que más beneficia a los accionistas– no desaparecerá. Las ganancias inmediatas, ya sea en utilidades o en el precio de las acciones, no son, sin embargo, lo que ellos necesitan. Lo que necesitan son retornos de aquí a 20 o 30 años. Pero, al mismo tiempo, las empresas tendrán que satisfacer, cada vez más, los intereses de sus trabajadores del conocimiento; o, por lo menos, darles la suficiente prioridad como para poder atraerlos y retenerlos, y lograr que sean productivos.

En consecuencia, el debate sobre el manejo empresario es sólo la primera escaramuza. Tendremos que aprender nuevas definiciones de performance para cada compañía y, en especial, para las que cotizan en Bolsa. Tendremos que aprender a equilibrar los resultados de corto plazo con la prosperidad y supervivencia en el largo plazo. Aun en términos estrictamente financieros, nos enfrentamos a algo totalmente nuevo: la necesidad de que una empresa perdure 30 o 40 años; es decir, hasta que sus inversores lleguen a la edad de jubilarse.

Es una meta formidable y, hasta el momento, bastante utópica. El promedio de vida de una compañía, por lo menos como organización exitosa, hasta el momento no superó los 30 años. Por lo tanto, tendremos que aprender a desarrollar nuevos conceptos de lo que significa performance en una compañía. Y, entre otras cosas, nuevas formas de medirla. Pero, paralelamente, habrá que darle un sentido no financiero, a fin de que sea significativa para los trabajadores del conocimiento, y que genere su compromiso.

Y la estrategia, cada vez más, tendrá que basarse en nuevas definiciones de performance.

La competitividad a escala global

Todas las instituciones tienen que hacer de la competitividad global una meta estratégica. Ninguna –ya sea una empresa, una universidad o un hospital– puede sobrevivir, y mucho menos triunfar, a menos que alcance los niveles impuestos por los líderes de su rubro, en cualquier lugar del mundo. Por lo tanto, ya no es posible basar un negocio, o el desarrollo económico de un país, en la mano de obra barata. Por más bajos que sean los salarios, ninguna empresa –excepto las más pequeñas o estrictamente locales, como un restaurante– puede prosperar si su fuerza laboral carece de la productividad de las compañías líderes de la industria. Y la mano de obra barata ya no brinda la suficiente ventaja en costos como para compensar una baja productividad.

Esto significa, además, que el modelo de desarrollo económico del siglo XX –iniciado por Japón después de 1955, y luego exitosamente copiado por Corea del Sur y Tailandia– dejó de funcionar. A pesar de su enorme excedente de gente joven con habilidades para el trabajo manual no calificado, los países emergentes tendrán que basar su crecimiento en el liderazgo tecnológico (tal como hicieron los Estados Unidos y Alemania en la segunda mitad del siglo XIX), o en una productividad igual a la de los líderes del mundo en una industria determinada, o incluso en la posibilidad de convertirse ellos mismos en líderes mundiales en términos de productividad.

Un desempeño que esté por debajo de los más altos patrones del mundo impide el crecimiento, por más bajos que sean los costos o más altos los subsidios. Y el proteccionismo ya no protege, más allá de que los impuestos aduaneros sean altísimos, o muy bajos los cupos de importación.

A pesar de ello, es muy probable que en las próximas décadas enfrentemos una ola de proteccionismo generalizado. Porque ante un período de turbulencia, la primera reacción es tratar de construir una pared que proteja nuestros jardines de los helados vientos del exterior. Sin embargo, será ineficaz para poner a resguardo a las instituciones –y especialmente a las empresas– que no actúen según los estándares mundiales. Sólo las hará más vulnerables.

El mejor ejemplo es México, que a partir de 1929 y durante 50 años, siguió una deliberada política de construir su economía independiente del mundo exterior. Y no sólo lo hizo con altas paredes de proteccionismo para mantener alejada a la competencia externa, sino también prohibiéndole a sus empresas que exportaran. En este punto, el caso mexicano es el único en toda la historia del siglo XX. Semejante intento de construir una economía moderna, pero exclusivamente mexicana, fracasó rotundamente. En realidad, el país dependió cada vez más de las importaciones, tanto de alimentos como de productos manufacturados. Y, con el tiempo, se vio obligado a abrirse al mundo, simplemente porque llegó un momento en el que no pudo pagar las importaciones que necesitaba. Y entonces descubrió que a buena parte de su industria le resultaba imposible sobrevivir.

Los japoneses también trataron de proteger a sus empresas e industrias, a fin de mantener alejados a los extranjeros, Y, al mismo tiempo, crearon un pequeño pero competitivo número de industrias de exportación, a las que proveyeron de capital a muy bajo costo, lo cual les dio una tremenda ventaja competitiva. Pero esa política tampoco funcionó. La actual crisis de Japón (1999) es, en gran medida, el resultado de haber fracasado en el intento de convertir al grueso de sus empresas e industrias (y especialmente las financieras) en globalmente competitivas.

En consecuencia, la estrategia tiene que aceptar un nuevo fundamento: cualquier institución tiene que medirse con los parámetros que fijan los líderes de cada industria en cualquier lugar del mundo.

Realidad económica versus realidad política

La economía es cada vez más global. Las empresas, y muchas otras instituciones, ya no pueden definir su alcance en función de la economía y las fronteras nacionales. Tienen que hacerlo en términos de industrias y servicios mundiales. Pero, al mismo tiempo, las fronteras políticas no van a desaparecer. En realidad, hasta es dudoso que logren debilitarlas los nuevos bloques económicos regionales –como la Unión Europea, el NAFTA o el Mercosur–, y, mucho menos, superarlas.

Desde antes de 1918 se viene hablando del «fin de la soberanía». Pero, hasta el momento, nada puede ocupar el lugar del gobierno nacional y de la soberanía de un país en los asuntos políticos. Desde 1914, la tendencia ha sido hacia una mayor fragmentación: ya desaparecieron los imperios que unificaban políticamente las zonas más extensas del mundo antes de esa fecha, como el austro-húngaro, el otomano y el británico, entre otros. Y ni siquiera existe el comunismo. Paralelamente, las pequeñas unidades políticas se han vuelto económicamente viables, porque el dinero y la información se convirtieron en «transnacionales» (lo que significa que no tienen nacionalidad alguna). Hasta el presente no hay señales de una sola institución global, incluso en la esfera económica, como por ejemplo un banco central que controle la totalidad de los flujos de dinero en el mundo, y mucho menos una institución global que controle las políticas monetarias y fiscales a escala internacional.

Hay, de hecho, tres esferas que se superponen. Una verdadera economía global del dinero y la información. Economías regionales por las que circulan libremente los bienes, mientras las restricciones que pesan sobre el movimiento de servicios y personas están en disminución, aunque no del todo eliminadas. Y, por fin, cada vez más realidades nacionales y locales, que son económicas pero, sobre todo, políticas. Las tres esferas crecen aceleradamente. Y las empresas –al igual que otras instituciones, como las universidades, por ejemplo– no tienen alternativa: están obligadas a vivir y funcionar en las tres esferas al mismo tiempo. Esta es la realidad sobre la que debe basarse la estrategia, aunque nadie sabe todavía qué significa realmente. Caminamos a tientas.

Muchas de las grandes multinacionales se organizaron en torno de «unidades de negocios» que cruzan las fronteras nacionales. Pero una organización tras otra comprendió que, para el gobierno, los sindicatos y cualquier otro organismo político de cada país en el que desarrollan su actividad, la unidad de negocios es una ficción sin significado. Y que sólo perciben, aceptan y están dispuestos a negociar con «la empresa». Por su lado, ninguna compañía que yo conozca logró, hasta la fecha, descifrar de antemano qué decisión y acción podía ser manejada desde la unidad de negocios, y cuál decisión o acción le correspondía a la casa matriz. Y menos aún pudieron darles cabida en ambas realidades: la económica de la unidad de negocios transnacional, y la política de la soberanía de cada país en particular.

Sin embargo, algunas cosas ya son claras. En primer lugar, se sabe lo que no hay que hacer. Por ejemplo, estar dispuesto a ser sobornado para supeditar las decisiones económicas a la política local. Dado que la unidad política (léase gobierno) se ha vuelto menos poderosa desde el punto de vista económico, está más tentada a ofrecer todo tipo de sobornos –exención impositiva, protección arancelaria especial, monopolio garantizado o diversas clases de subsidios, entre otros– para obtener una ventaja económica. Un ejemplo típico son los generosos subsidios que algunos estados del sudeste norteamericano les otorgaron a las automotrices europeas y japonesas, como una manera de sobornarlas para que instalaran nuevas plantas en sus territorios. Pero, por supuesto, hay cientos de ejemplos más. Y muchos de ellos son aún peores. Las automotrices europeas y japonesas tenían buenas razones económicas (o, por lo menos, así pensaban) para construir plantas en los Estados Unidos. En muchos otros casos, el soborno es la única razón por la cual una empresa se instala en determinado país o rescata a una compañía local en dificultades. Sin embargo, es fácil predecir que toda decisión motivada por un soborno, y no por una realidad económica, a la larga se convertirá en un desastre. Fue lo que ocurrió, por ejemplo, con todas las plantas que una empresa norteamericana montó, en las décadas de los ’60 y los ’70, en un pequeño país latinoamericano, sólo porque el gobierno le había prometido el monopolio del mercado nacional.

«Nada se regala», dice la sabiduría popular. Entonces, la primera regla de una empresa que pretenda sortear la incongruencia entre la realidad económica y la política es no hacer algo que esté en desacuerdo con la realidad económica. De entrada, tiene que preguntarse: «Si no mediara el soborno, ¿tomaríamos esta decisión como parte de nuestra estrategia de negocios?». Si la respuesta es negativa, el fracaso resultará inevitable y costoso, por más tentadora que sea la «oferta». Pero, aun cuando la respuesta sea afirmativa, lo más inteligente es decir «no» al soborno ofrecido. Toda la experiencia –y hay mucha– indica que, finalmente, el precio de dejarse sobornar es muy alto.

Tampoco hay que expandirse o tratar de crecer globalmente mediante la incursión en nuevos negocios –y, sobre todo, no hacerlo a través de una adquisición–, a menos que encajen en la estrategia general de la compañía. En diferentes regiones o países, diversos productos y/o servicios se comportan de manera distinta. En Francia, Coca-Cola vende mejor sus jugos de fruta que sus tradicionales gaseosas. En Japón, uno de sus productos más exitosos es el café que comercializa a través de máquinas expendedoras. Los jugos y el café son dos productos que encajan en la estrategia de la empresa.

Para repetir algo ya dicho: una estrategia le permite a una organización ser intencionalmente oportunista. Si lo que parece una oportunidad no mejora la meta estratégica de la organización, no es una oportunidad sino una distracción. Y debe ser dejada de lado porque fracasará

Hasta aquí, lo que no se debe hacer. Ahora, lo que ya sabemos que debe hacerse. El crecimiento y la expansión de una empresa a diferentes regiones del mundo ya no serán la consecuencia de fusiones y adquisiciones, y ni siquiera de la creación de nuevos negocios propios. Dependerán, cada vez más, de las alianzas, asociaciones y diversas clases de vínculos con organizaciones localizadas en otros países. Por lo tanto, el crecimiento y la expansión se basarán en estructuras cuyo fundamento es económico, sin que medien relaciones de índole jurídica o política.

Hay muchas otras razones –algunas ya fueron analizadas– por las que el crecimiento, de ahora en más, dependerá de asociaciones de todo tipo, antes que de la posesión directa, y del comando y control. Pero, sin duda, una de las más apremiantes será la necesidad de operar, paralelamente, en una economía globalizada y una política fragmentada. En realidad, una asociación no constituye la solución perfecta para este problema porque implica, de hecho, enormes problemas propios. Pero, por lo menos, el conflicto entre la realidad económica y la política será mucho menor si la unidad económica no es, al mismo tiempo, una unidad que incluye requisitos legales. En definitiva, una asociación, una alianza o un joint-venture son relaciones que permiten separar los aspectos legales y políticos de la realidad económica.

Todo ello significa que las empresas tendrán que aprender a manejar su exposición en divisas. Cualquier empresa, incluso las puramente locales, es parte de la economía mundial. Como tal, está sometida a las fluctuaciones cambiarias, aun cuando entre sus operaciones no se cuenten las exportaciones ni importe insumos o mercaderías de otros países.

Hasta la empresa mexicana más «local» sufrió el colapso de su moneda de hace algunos años. A la empresa más «local» de Indonesia le ocurrió lo mismo. No existe un solo país que sea inmune a las súbitas fluctuaciones de las monedas, por la sencilla razón de que el mundo navega en las aguas del «dinero virtual»; es decir en una liquidez para la cual no hay inversión rentable. En consecuencia, todos los países están inundados de dinero que no se invierte en propiedades o empresas, sino en carteras volátiles y líquidas. Y muy pocos países tienen suficiente superávit en su balanza de pagos como para atender los intereses de esta «inversión en carteras», y mucho menos para pagarlos si se produjera una fuga. Por lo tanto, la moneda de cada país está a merced de los movimientos de dinero a corto plazo, para los cuales puede no haber razón de ser de algún tipo.

En otras palabras, la estrategia debe basarse en la premisa de que las monedas seguirán siendo volátiles e inestables. Entonces, el management de las empresas tendrá que aprender a administrar debidamente su exposición a las divisas.

Las realidades expuestas en este capítulo no enseñan a una institución qué debe hacer, y mucho menos cómo. Se limitan a poner de manifiesto las cuestiones a las que debe dar respuesta la estrategia de cada organización en particular. Y hay cuestiones que, hasta ahora, la estrategia rara vez ha considerado. Pero, a menos que una institución empiece a tomar en cuenta estas nuevas realidades, no tendrá una estrategia, ni estará preparada para los desafíos que le plantearán las próximas décadas. Y si esos desafíos no se resuelven exitosamente, ninguna empresa podrá prosperar en un período como el que se avecina, de turbulencia, de cambio estructural, y de transformación económica, social, política y tecnológica.